El Cerrato palentino, un laberinto para perderse entre bodegas, quesos y vermut | Sobremesa

2022-12-02 19:19:07 By : Mr. Kris Zhao

REVISTA ESPAÑOLA DEL VINO Y LA GASTRONOMÍA

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Una comarca sigilosa que imanta por su calma; un paisaje de arquitectura popular donde brotan bodegas laberínticas; una gastronomía poderosa, de hornos, quesos y panes. Así transita la vida en el Cerrato palentino, donde el vino riega historias y sendas aún por descubrir. Autor: Javier Caballero. Imagen: Visual Creative y Arcadio Shelk

Hay lugares que palpitan bajo la cadencia de un incomprensible ostracismo. Parajes y paisanajes que viven ajenos a estrépitos y alborotos, pero que reclaman una atención sosegada y sostenible, que urgen de miradas y de goces foráneos que propaguen estos encantos tan desconocidos allá donde comuniquen. Con ese vasto margen de sorpresa, sin duda una bienaventuranza en estos tiempos de turismo previsible y prescripción digital juega el Cerrato Palentino. Para el primerizo, una suerte de Toscana donde dunas verdes de cereales y campos de colza son mecidos por el viento del norte, donde el paisaje se revela como un calmante, pleno de oteros, cerros, páramos, valles, corridos y altozanos; donde las gentes abren las puertas de sus vidas, sacan copas y descorchan entusiasmo. En términos políticos y geográficos, el Cerrato engrosa una de las siete comarcas palentinas, y linda con la Tierra de Campos vallisoletana y con Burgos. Se cifran en 41 sus pueblos, donde no falta profusión de molinos, chozos, corrales, palomares y colmenares. Y sobre todas las cosas se yerguen sus barrios de bodegas, que el viajante descubre por esos longilíneos respiraderos o zarceras, como una suerte de chimeneas que transportan a aldeas de ficción (evocan morada de hobbits para muchos, para otros inspiraron los pináculos de La Pedrera gaudiana) y que trazan ese tímido skyline de pueblos como Baltanás o Torquemada. En esta localidad que remite al infausto fuego inquisidor nos aguarda Rubén Montero, enólogo de Señorío de Valdesneros. La firma es de las pocas que aún atesora bodega en estas calles paralelas que esconden 477 catacumbas de vino a diez metros de profundidad, en un terreno horadado como gruyère. Juran que en estos lares hay más de mil bodegas sepultadas por el laberinto del tiempo. “Aunque tuvo cariz industrial en el siglo XVIII (lagares del orden de 5000 litros), aquí se hacía un vino para consumo en casa, y muchas bodegas hoy han sido reconvertidas en merenderos. Se elaboraba mucho ojo de gallo, un clarete color rubí que estaba tres días en el lagar, arrancaba a fermentar y se pasaba a tinas. La humedad, la ventilación y la temperatura resultaron idóneas para hacer vino”, explica Montero, al tiempo que indica matices sobre las fachadas, las desvencijadas pero bellísimas puertas (¿para cuándo un catálogo fotográfico que las inventaríe?), los lagares y los descargaderos. Los vinos que elabora están adscritos a la DO Arlanza, que toma nombre del río del mismo nombre, y despliega suelos de greda que es una arcilla blanquecina y arenosa, y zahorra, o sea, cascajos y guijarros que se pulieron allende los evos. “Pueden parecer algo duros al principio estos vinos. Como contamos con gran amplitud térmica alargamos la maduración y la vendimia hasta el 15 de octubre. Se trata de vinos con estructura, muy frutales, largos, algo rústicos”, añade el experto, que aconseja acompañar su tempranillo y su rosado de maceración carbónica con dulcísimos pimientos morrones de Torquemada (tienen su fiesta en septiembre), fabiolas (unos panes bregados soberbios) y hasta cebolla horcal de Palenzuela. La bodega cumplió dos décadas el pasado año y ha tenido jugoso juego mediático por su Amantia. “Se trata de un vino de hielo. La uva se recoge en enero a menos tres o cuatro grados. Parte viene con botrytis y pasificada, llena de matices. Es un vino naturalmente dulce por esa vendimia tardía”, apostilla Montero. En boca, una gominola.

No solo de vino vive el Cerrato. El vermut también anega conversaciones y aperitivos. Como el que elabora Javier Esteban, que experimenta y juguetea con su Corito (literalmente “desnudo” en argot palentino) en su vermut de garaje... Porque en su casa trastea con garnacha, merlot, tempranillo y mostos lágrima, amén de un sinfín de botánicos. “Mi tatarabuelo elaboraba para autoconsumo y mi bisabuelo destilaba para aguardientes, de ahí viene mi querencia”, detalla Esteban, de la bodega Esteban Araújo, quien ha resucitado liturgias que permanecían dormidas y que reclama hueco ante el avance y el empuje de los vermuts gallegos. El resultado de tanta estirpe vermutera son hoy infusiones cítricas en unos casos, muy florales en otros, a los que se suman en portfolio licores de café y hierbas. Esteban ejerce de antesala antes de toparnos con el mesonero mayor del Cerrato: don Ángel González Mata. Peina canas blancas, pero luce sonrisa al pie del cañón. La tranquilidad se la da saber que sus tres hijas (Vanesa, Giovanna y Patricia) han agarrado el timón culinario y de sala cuando asoma el reposo del padre con mil batallas en el mandil. “Hacemos caracoles, alubias de Saldaña, perdiz, pichón, pimientos asados con bonito, mollejas de lechazo, canelón de pato de Villamartín, menestra palentina de la huerta del río Carrión...”, explica el padre antes de posar junto a su parentela en la terraza del Mesón del Cerrato, en Tariego, que aprovecha una vieja bodega subterránea por comedor. Mata fundó su primer local en el año 77 junto a Chus, su esposa, y tiene otros dos establecimientos en el pueblo. A destacar: las sopas avahadas (una variante de las de ajo, pero horneadas, magníficas) y los divertidos postres, algunos trampantojos, que son cosa de Giovanna y de Instagram.

En este periplo enoturístico sale a colación varias veces el queso. En Cevico de la Torre radica la quesería Crego a la que los vernáculos han levantado un altar. Se trata de un queso de oveja churra, de leche cruda, profundo, que tiene su variante ahumada y cuyo secreto podría esconderse en la tabla periódica. “Toda la vida esto ha sido la mar de adusto, así que las ovejas churras triscaban más minerales y piedras que hierba”, explica Luis Cepeda, ilustre crítico gastronómico y frecuentador de estas páginas y cuyas raíces familiares arraigan en Baltanás. Vieja tierra de vacceos, pareciera que hay más bodegas que habitantes en este mágico municipio, pues la demografía dice que apenas se superan los 1000 habitantes y el conjunto de cavas se cifra en 374. Una parada en el Museo del Cerrato, levantado en 2010, supone una escala de lo más gratificante para empaparse de estos suelos, de viejas vigas y husillos que robaban el mosto con esfuerzo ímprobo, de tesoros faunísticos (nutrias, búhos, águilas culebreras, truchas, corzos, zorros, perdices, patos azulones para los amantes de la ornitología…) y hasta la pintura de Casado del Alisal, vecino de Villada (excelente su morcilla). Tras el paseo cultural, el matrimonio que forman Patxi y Julia agasajan en La Zarcera con unas tapas hechas con mimo, anecdotario de sus viajes por Alemania y buen producto local. Para la pernocta el cuerpo sigue pidiendo sigilo y aislamiento proverbial en estos campos, requiere longitud de onda palentina. La brinda Cristina con la vieja casa de sus ancestros interpretada hoy como hotel rural con encanto. Lleva por nombre El Cercado. Circundado por una finca de paz e hitos de piedras que marcan lindes, sus desayunos con huevos fritos y pastelería local hacen revivir tras cualquier velada etílica que transcurre con debates con las estrellas por techo.

Al pasar por la localidad de Dueñas la mente viaja a la histórica revuelta comunera contra la nobleza en pleno Renacimiento español y a los chocolateros trapenses que desembocaron en un imperio actual e industrial: Trapa. Del cacao saltamos a las cepas de la bodega de Remigio Salas, que pertenece a la DO Cigales. “Tenemos 89 hectáreas en propiedad, algunos viñedos datan de 1910, 1920. Tenemos tempranillo, garnacha, un poco de mencía, verdejo, albillo... Estamos sobre suelos franco-limosos, caliza, cascajos, a 710 metros de altitud. Mis abuelos ya exportaban vino a Burdeos, por la filoxera”, comenta Amada Salas, hoy al frente de la bodega que su padre puso en buen lugar. A los de Dueñas aún se les llama botijeros, y relatan que José Bonaparte pasó por allí e hizo noche. También cuenta Dueñas con barrio de bodegas, unas 250, y una pila bautismal de la iglesia de Santa María de la Asunción donde tomó el primer sacramento Isabel de Aragón, primera hija de los RRCC. No hay indulgencia papal que absolviera de no visitar dos monumentos de excepción en el Cerrato: la basílica de San Juan de Baños (año 661, joya visigótica) y la derruida parroquia de Santa Eulalia (Palenzuela, gótico del siglo XIV).

Las esclusas del Canal de Castilla, esas que partían en escalones al Pisuerga, obligan a una parada en Villamuriel de Cerrato. La Bodega del Canal es un restaurante moderno y de salón artúrico (se abrió en 2000, pero se ha sometido a varias reformas y lavados de cara para celebraciones de postín), en un edificio orillado al río que se levantó en 1880. Fue bodega de 20 000 cántaros al año y hoy es establecimiento de lechazo y almuerzos que empalman con la cena. Muy cerca, en Palenzuela, en los viñedos de Pagos de Negredo los cantos rodados atesoran el calor del día para brindárselo a las cepas cuando se esconde el sol. Se trata de 22 hectáreas en un cerro de privilegiadas vistas, rodeado de encinas y robles. Trabajan 100% tempranillo y despachan 150 000 botellas al año. “Quizás tengamos el hándicap de tener a solo 13 kilómetros a Ribera de Duero, pero tenemos muchas cosas que contar y muchos vinos por descubrir”, señala Jaime Primo, su gerente. Nos sirve un rosado, un crianza y un cuvée de lo más redondo. En estos laberintos del vino, valiosa etnografía de bodegas profundas que estuvieron un día conectadas, quedó en el tintero probar algún tostadillo. Este vino dulce de origen monacal aguarda para otros viajes, otras experiencias, otros cielos serenos…

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