Todos los hombres que inventaron la máquina de vapor

2022-12-02 19:03:00 By : Ms. Amily Wong

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La máquina de vapor es el símbolo de la Revolución Industrial

Podría decirse que, en España, la Revolución Industrial acabó el 23 de junio de 1975, cuando el entonces príncipe Juan Carlos apagó la caldera de la última locomotora de vapor operativa. En un apeadero al sureste de la capital, así quiso escenificar Renfe la electrificación del tramo Madrid-Guadalajara, el único que aún funcionaba con las viejas tractoras tipo Mikado.

Llamado también patrón 2-8-2 –donde la fuerza la ejercían los cuatro ejes centrales–, durante años había sido el modelo de tren más extendido en el planeta; también, el más reconocible. Ahí están esos gigantes que aparecen en los westerns, o el célebre Orient Express en el que el Hércules Poirot de Agatha Christie (1890-1976) tenía que resolver uno de sus asesinatos.

Con la introducción de los motores diésel y eléctricos a mediados de siglo, para 1975, aquella Mikado de matrícula 141-F-2348 ya era un artefacto de otro tiempo.

Ese día de junio, periodistas y autoridades esperaban en el andén para escuchar, por última vez, el resoplido tan característico del vapor al salir por la chimenea. Al poco, apareció esa bestia humeante, de 120 toneladas y 23 metros de longitud.

Los príncipes Juan Carlos y Sofía en la inauguración de la electrificación de la línea de ferrocarril Madrid-Guadalajara, 1975

Una breve charla del príncipe con Hipólito, el maquinista, y Joaquín, el fogonero, y voilà! Al día siguiente, la portada de La Vanguardia llevaba el titular: “Ha pasado a la historia la tracción de vapor”.

Al menos, en España. En China, una compañía estatal siguió fabricando las Mikado hasta 1999. Para los amantes del tren, durante 30 años fue el último lugar del mundo donde verlas trabajar, no transportando pasajeros, sino carbón a través de escarpadas rutas mineras. Así hasta 2022, cuando se ha cerrado la línea de la mina Sandaoling. Con esto, ese país marca un hito en su propia industrialización, esa que empezó en 1958 con el trágico Gran Salto Adelante.

Porque, la máquina de vapor es eso, un símbolo de la Revolución Industrial. Primero, por aumentar espectacularmente la producción en cadena, y segundo, porque permitió que los trenes y los barcos conectaran todo el planeta.

Pero empezar esta historia en el siglo XVIII sería hacerlo tarde. Ya los antiguos griegos sabían que la presión del vapor de agua podía convertirse en fuerza mecánica y, de hecho, la usaron para crear un extraño juguete llamado eolípila.

Siglos después, en el Reims de época medieval, existió un órgano que funcionaba de este modo, y ya en el Renacimiento, Leonardo da Vinci (1452-1519) quiso usar este principio para disparar un cañón. Podríamos seguir, porque con este invento no hay un solo nombre. Cada vez que alguien creyó alcanzar el cénit, venía alguien más y lo mejoraba.

“Todo el que entiende el mecanismo de la máquina de vapor y el telégrafo eléctrico se pasa la vida tratando de sustituirlos por algo mejor”. La frase, que es de Bernard Shaw (1856-1950), resume bien lo inexorable del progreso humano.

Qué mejor prueba que el motor de combustión, que no habría sido posible si en 1712 un inglés llamado Thomas Newcomen (1664-1729) no hubiera descubierto que podía usar la condensación para crear un vacío y accionar un pistón. Y ahora que los motores de combustión son más eficientes y menos contaminantes que nunca, resulta que la atención parece centrarse en lo eléctrico.

¿Vacío?, ¿condensación? Para comprender esto, y a Shaw, hay que volver la vista atrás. Ahorrándonos la física aristotélica y el tener que acabar hablando de la palanca de Arquímedes (c. 287-c. 212 a.C.), quizá lo mejor sea empezar con el matemático Herón de Alejandría (c. 10- c. 70). Es menos conocido, pero, fue él quien describió aquella eolípila que pasa por ser la primera máquina térmica jamás diseñada.

Eso sí, una máquina perfectamente inútil. No era más que una esfera llena de vapor que, al ser expulsado por dos tubos curvos, la hacía girar sobre sí misma.

Más allá del órgano de Reims, del cañón de Da Vinci y del conato de bomba del armero francés Florence Rivault (1571-1616), para dar con el primer genio del vapor hay que viajar hasta la España del siglo XVI. Más concretamente, a las minas de plata de Guadalcanal (Sevilla).

Allí es donde Jerónimo de Ayanz y Beaumont (1553-1613) llevó a cabo sus experimentos. Algunos de ellos, al menos, pues este genio polifacético podría haber pasado a la historia solo por aquel traje de inmersión subacuática que probó ante la corte de Felipe III (1578-1621) o por ser un pionero del submarino.

Viendo esto, parece que este inventor ya intuía lo que era la presión atmosférica, y eso que aún faltaba medio siglo para que el físico italiano Evangelista Torricelli (1608-1647) patentara el barómetro y demostrara que existía.

No solo eso. En las minas de Guadalcanal, Ayanz ya la había usado efectivamente al crear un sistema de sifón para bombear agua del subsuelo. Mejoró el invento cuando se le ocurrió usar la fuerza del vapor de agua para expulsar fluido a través de unas tuberías. Ahora sí, había creado una máquina de vapor.

Presión atmosférica y vapor de agua. Estos dos iban a ser los elementos clave para el desarrollo de los motores del futuro. El siguiente fue el de Thomas Savery (c. 1650-1715), otra vez, ideado como una solución contra las inundaciones en las minas.

Basándose en el sistema, no de Ayanz, sino del inglés Edward Somerset (c. 1602-1667), Savery instaló su máquina en los yacimientos mineros del sur de Inglaterra. Lo hizo con éxito, pues su diseño era más eficaz.

Se trataba de un cilindro que, mediante una válvula, se llenaba del vapor de agua calentado en un horno cercano. Una vez se completaba esta primera fase, la válvula se cerraba para que otra introdujera agua fría en el contenedor. Y es entonces cuando se producía el fenómeno de la condensación (de gas a líquido), creando el efecto vacío que hacía ascender el agua estancada hacia el interior del cilindro. Finalmente, la válvula del horno se volvía a abrir para que, por la presión del vapor, el líquido fuera expulsado hacia el exterior.

Ahora bien, hasta aquí, esto se parece más a un sifón que a las típicas máquinas de vapor decimonónicas. Falta añadir los pistones, algo que hizo el mencionado Thomas Newcomen (1664-1729) en 1712.

Con el mismo propósito, que seguía siendo evitar las inundaciones en los yacimientos mineros, creó un ingenio que, en lugar de condensar el vapor directamente en el tanque de agua, lo hacía en un cilindro que contenía un pistón.

Al formarse el vacío, la presión atmosférica hacia bajar el pistón, y así repetidamente para crear un movimiento de balancín. Dicho balancín, a su vez, era una viga de madera pivotante que tenía un pistón en cada extremo. En un lado estaba el del vapor, que es el que hacía la fuerza, y, en el otro, el que bombeaba el agua.

Aunque, como descubrió el escocés James Watt (1736-1819), esta propuesta tenía un problema de eficiencia. Según sus cálculos, con cada vertido de agua fría en el cilindro se malbarataba el 80% del calor de la siguiente inyección de vapor. Al fin y al cabo, el agua no solo enfriaba el gas, sino también las paredes del cilindro.

Para remediarlo incorporó un cilindro adyacente. Al estar siempre frío, este actuaría como condensador. Como estaban conectados, con cada entrada de vapor se llenarían ambos cilindros, aunque el gas se acabaría condensando en el más frío. De este modo, el tubo principal se mantendría continuamente a temperatura de trabajo.

Y, fue esta, no otra, la máquina que acabó dando el impulso definitivo a la Revolución Industrial en Inglaterra. Ya no sería necesario levantar las fábricas a la vera de los ríos. Por ejemplo, como seguían haciendo los industriales catalanes a lo largo del Llobregat. Ahora ya existía una fuente de energía más eficaz que la hidráulica.

Luego irrumpieron los motores de alta presión. A diferencia de los de Newcomen o Watt, ya no usaban la condensación para crear la diferencia de presiones que moviera los pistones, sino la propia fuerza ejercida por la presión del vapor.

Ahora sí, aquello ya podía montarse sobre ruedas o en un barco. Es lo que hizo Richard Trevithick (1771-1833) en 1804 al crear la primera locomotora de la historia. Unos años antes, a lo largo del río Delaware (actual EE. UU.) ya había aparecido un servicio regular de barcos de vapor, inaugurando una nueva era en la navegación.

En España, el ferrocarril tampoco se hizo esperar. No llegó, por cierto, con la inauguración del trayecto de Barcelona a Mataró. En puridad, la primera línea fue la de La Habana-Güines, pues Cuba era entonces territorio español.

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